Él disfrutaba dormir, su mundo eran los sueños, la almohada su cordón umbilical. Se siente libre cuando los párpados se juntan, cuando todo pierde la lógica y adquiere la consistencia de aquello que es misteriosamente coherente, aunque su esencia es esquiva. No hay lugar ni horario para su afición: el tren, reuniones de trabajo, ratos libres y cualquier lugar donde la somnoliencia puede alcanzar su climax. No le interesa las cuestiones sociales ni la interacción. Él sólo sabe que el placer no está en lo sensible, en lo que los sentidos llegan a su extremecimiento, pues el tiempo se encarga de hacer que la vejez diluya aquello que hoy te arranca alegría. Abraza "la alegoría de la caverna" y en cada pernoctación el viaja al mundo de las ideas y quiere quedarse allí. Ansía que las tres dimensiones no lo limiten, pues en los sueños todo es posible. Allí es feliz, hasta que su peor pesadilla se hace realidad: se despierta.