En mi casa siempre nos gustó llamar a las cosas por su nombre. Teníamos un gato que se llamaba gato, un perro que se llamaba perro, un vacío en el estómago que se llamaba hambre y un temblor en el pecho que se llamaba miedo. A mi madre no le mordió una rata, la violaron; mi padre no se fue a América, lo asesinaron, y el cura del pueblo no confesó al abuelo, lo hinchó a hostias. Dios nos pillaba entonces un poco lejos. En el patio de mi casa olía a rosas y en la calle olía a pólvora. Estallaban las bombas y crecían los muertos. Algunos niños escribían su nombre en las paredes con sangre y un palito. La sangre era de otros. El palito era suyo. Por las noches no mirábamos al cielo, por las mañanas no mirábamos al suelo. Por las tardes no mirábamos. Pero oíamos. Una detonación, otra, otra, otra, otra... En el huerto de arriba, junto a la iglesia, hay naranjos. Unos metros más abajo, frente a la carretera, hay un sembrado de huesos que nunca dieron flor. La guerra era la guerra, e