Dicho sea entre nosotros ese asunto hubiera habido que
liquidarlo de una forma más precisa, pero él no se tomaba
nada a la ligera, por eso lo respetábamos. En vez de un hartero
disparo o una apuñalada a traición, la invitaba a cenar, pasaban
interminables tardes juntos. De un día para otro la dejó de ver y
ella de a poco se fue extinguiendo, lentamente fue perdiendo el
espesor de su vida. En el momento menos pensado apareció muerta.
Inmediatamente después, le llevamos su paga y sólo hallamos la
prueba que también los más duros pueden morir por amor.
La enemistad entre ellos era inmemorial, por ello un duelo era un desenlace esperado. A la hora y lugar señalados, los padrinos y los contendientes estuvieron en posición. Dos disparos, un difunto y un vencedor fue el saldo. Un padrino del caído le entregó una carta del difunto al que quedó en pie. El vencedor tomó una nota cubierta de polvo, sopló sobre ella, y cuando se disipó la nube, leyó: “Por ahora te crees ganador, pero el polvo de esta misiva es venenoso, ponte en guardia, muy pronto seguiremos el duelo.”
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