Ya había cruzado el reino y alcanzó lo que para él era su destino.
Desensilló de su corcel, tomó su escudo y su lanza. Su marcha se
dirigió hacia la cueva donde se supone que el dragón habita. Atrás
quedaron su amada, sus compañeros de armas, su iglesia y su
comunidad. Sabe que el combate será desigual, sin embargo confía
que no hay rosas sin espinas, y es en esa creencia se basa su ciega
fe para conseguir la victoria.
Ingresó a paso firme, al final del extenso y oscuro corredor se
vislumbraban unas luces, como de una puerta abierta al infierno, un
resplandor anaranjado se escapaba del fondo. Cauteloso se acercó y
cuando consideró prudente aceleró sus pasos con toda furia para
llevar a cabo el combate de su vida.
En cambio, no halló ninguna bestia infernal, tan sólo doce hombres
desalmados que lo golpearon brutalmente hasta la muerte, bajo la
atenta mirada del despótico rey. Después su cuerpo aparecería
desmembrado y parcialmente quemado por todo el reino, a los fines de
demostrar a los aldeanos y a la misma corte el poder y la furia del
dragón.
Con estos embustes, el rey cimentó su salvaje poder durante años,
porque supo en base a ellos engañar a su pueblo que se necesita de
un hombre de pulso fuerte para hacer frente a un descomunal enemigo
del reino, como lo era el ficticio dragón. Éste sirvió como
justificación a las venganzas del poderoso gobernante a los humildes
siervos que cometieron la insensatez de pedir un cambio en el modo de
dirigir el poder para con los aldeanos, la queja ante el cobro
exacerbado de impuestos o la protesta, aunque sea ínfima, de las
constantes medidas absurdas dictadas por el déspota sólo con el
objetivo de demostrar su voluntad sobre y ante todo.
No sólo el pueblo era víctima de sus siniestros caprichos, también
sus veleidades cargaban las tintas contra la corte. Cualquier miembro
de la nobleza u oficial de su ejército que demostrara matices de
liderazgo o carisma, se le encomendaba la gloriosa tarea de acabar
con el dragón. Para que no se levantaran sospechas, siempre después
de un presunto ataque del animal mitológico, se realizaba un sorteo
entre los hombres de confianza del rey y un desdichado era elegido
para ser borrado de la faz de la tierra a manos de los sicarios de
siempre. El caballero perecería indefectiblemente, alimentando el
mito de la invencibilidad del enemigo, pero paralelamente aumentaba
el desafío para todos aquellos hambrientos de gloria. Siguiendo con
la farsa, de tanto en tanto el dragón desaparecía debido a las
heridas infringidas por el que sería el nuevo mártir del pueblo.
De todos modos, no hay mal que dure para siempre: el rey estaba por
encontrar un rival de su talla. Segismundo era un joven noble, de
gentil trato, apuesto, valiente, hábil en el manejo de las armas y
sabía como inspirar y dirigir la gente a su cargo. Su popularidad
iba en pleno crecimiento en la plebe y también en los círculos de
poder. Una estrella que estaba ganando brillo en aquel reino chato y
mediocre. Es esta la razón por la cual el dragón se presentó de
nuevo y su cólera hizo estragos en la casa de un pobre anciano, en
consecuencia de nuevo la voluntad del tirano camuflada de azar
indicaría quién le correspondería el honor de hacerle frente.
Segismundo fue el elegido para medir su valía prestando el mayor
servicio por el reino. El infeliz caballero con cara exultante,
agradeció la oportunidad de hacer tanto bien a su pueblo y con lo
puesto saltó sobre su corcel para emprender su aventura. El rey ante
el público le dio su bendición con amistosos aspavientos, pero por
dentro guardaba para sí una retaila de macabros pensamientos.
De inmediato llamó a sus sádicos guardias para que se alisten de
inmediato, pues había que llegar a la cueva antes que el ingenuo que
acababa de partir. Con sigilo, salieron del castillo sin ser vistos y
con los caballos extenuados alcazaron la caverna. Mascullando su
maldad, se prepararon con sus armas en las manos para ultimar al
elegido que quería ser héroe. Llegó la noche sin novedad alguna de
Segismundo y esperaron hasta el amanecer en vano. No era la primera
vez que aguardaron inútilmente, ya que el camino que se les indicaba
a los desgraciados cazadores de dragones estaba plagado de obstáculos
geográficos casi insalvables: precipicios, pendientes, espejos de
agua y zonas inexploradas del bosque. Con todo se les ofrecía esa
ruta adrede, con el fin de ahorrar la masacre dentro de la cueva y al
mismo tiempo asegurarse que después que la farsa del sorteo termine,
ellos lleguen primero a aquella fatal cámara natural antes que aquel
proyecto de héroe.
Volvieron en reiteradas ocasiones a la cueva en los días que se
sucedieron. Pero los soles y las lunas pasaban, pero de Segismundo no
se hallaba señal alguna de vida. Rastrillaron por el camino indicado
y en los lugares donde se esperaba hallarlo muerto, pero él no
aparecía.
Con el tiempo transcurrido, el monarca consideró dos posibilidades:
o alguna fiera se ocupó de apagar la llama de aquel joven, o
simplemente su dramática euforia no fue más que un acto de
simulación para evitar exponer su naturaleza cobarde.
Indeciso entre cuál de estas dos
perspectivas sería cierta, el rey se convenció que el joven no
sería más un dolor de cabeza, y ordenó reunir al pueblo para
darles un discurso, como siempre hizo cuando no volvían los
caballeros de la aventura final que él los enviaba. En ese fragmento
lleno de panegíricos resaltaba el valor de aquellos que se disponían
a atacar al enemigo del reino en desigual lucha, rogando siempre al
Todopoderoso que aquél que ofrendó su vida por el bien de su gente,
le haya podido propinar heridas fatales a la infernal criatura. Por
último, instaba a todos los hombres del reino a seguir ese ejemplo
de sublime valor. A pesar que el pueblo temía a su gobernante más
que respetarlo, cada diatriba pública de él culminaba en una
profunda ovación.
Los días de espera de encontrar a Segismundo sin vida, tejieron una
red de sopor en el alma del déspota, entonces mandó a reunir a sus
doce matones y les informó que al día siguiente irían a cazar
ciervos. Bien temprano, adecuadamente pertrechados partieron hacia el
bosque a ahogar su sed de sangre con los pobres animales silvestres.
Ya en el medio de la floresta, donde la vegetación es muy tupida, se
desplazaban a paso lento siguiendo el rastro de un macho que el
tiránico rey se había apartado para sí. En aquel instante uno de
sus secuaces no alcanza a terminar de hacer un comentario sobre un
olor extraño en esa parte del monte, cuando una flecha incendiada
cruzó el aire y dio contra el suelo. Una pared incontrolable de
llamas envolvió al grupo de inmediato. El jinete que no murió por
las llamas, fue muerto a manos de un hábil arquero que desde un
árbol cercano supo ultimar al par de sobrevivientes. Entre ellos
estaba el agonizando el monarca con una flecha en la garganta. Antes
que el fuego arrase con todo, el arquero bajó del árbol y se llevó
con él el cuerpo.
El incendio se extendio varios acres, durando un día y medio,
gracias a la intervención de la naturaleza que propició un diluvio
que extinguió hasta la última brasa de aquel infierno provocado.
Los habitantes del reino estaban preocupados por su rey que había
ido de caza y no regresaba aún.
Fue entonces que desde lejos un par de guardias divisaron a un jinete
que traía un bulto en las ancas de su caballo. Ya habiendo acortado
la distancia, se pudo distinguir los rasgos de aquel misterioso
jinete: ¡era Segismundo!
Maltrecho y exhausto, con el cuerpo sin vida de un hombre llegó a
las puertas del castillo. De inmediato solicitó hablar con la corte,
pues tenía el ingrato deber de informarles que el antiguo gobernante
de ese reino yacía yerto sobre su caballo.
Cuando se le interrogó que había sido de su suerte y cómo halló
sin vida al rey, Segismundo totalmente afectado, narró su aventura.
Recorrió el camino hasta los confines del reino, e ingresó en la
cueva del dragón, librando un brutal combate contra la bestia,
obligándola a huir. Durante días vagó por el bosque
infructuosamente intentando rastrearla, hasta que al cabo de unos
días desde lejos vio como enormes bolas de fuego se desperdigaban
entre los árboles. Fue ahí donde él creyó haber encontrado su
revancha, sin embargo halló a la guardia real desbastada y a su rey
masacrado. En un arranque de furia, cargó contra el dragón,
atrávesándolo con su espada, para que aquél, retorciéndose por
los aires, se aleje y se consuma en una enorme bola de fuego. De
inmediato, él fue a socorrer a su soberano, pero éste agonizante
por las quemaduras y las heridas recibidas, le encomendó como último
legado el mandato de cuidar a su pueblo.
En aquel momento, el pueblo sintió una mezcla de sensaciones de
alivio, por un lado, por la muerte de la bestia que los agobiaba,
pero por otro, una incertidumenbre profunda los embargaba en cuanto a
quién le correspondería guiar sus destinos terrenales.
Entonces, el antiguo rey fue despojado de su corona. Más tarde, lo
que quedaba de su cuerpo fue enterrado en la catedral como se
estilaba en aquel entonces.
En tanto Segismundo fue llevado al convento, para que las humildes
siervas de Dios, se encarguen de sus heridas, autoinflingidas para
poder crear su coartada, se sanacen lo antes posible.
Dos días después, ante el clamor popular y el favor de la corte,
Segismundo fue coronado rey. Embriagado de poder y ensimismado al
extremo, vive cada instante para que esa corona que le fue dada,
utilizando todos medios posibles, no abandone sus sienes hasta el día
de su muerte.
excelente representacion de como el poder transforma a la gente... sobre todo por como termina el texto con el comportamiento de segismundo
ResponderEliminarMuy buen texto!