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El Idioma de los Argentinos: 1º Parte

En la década de 1920, Argentina era un país atravesado por una cuestión que era empujada por los intelectuales de la década anterior: ¿cuál era la esencia de ser argentino?. En esta cuestión se vieron comprometidos distintos personajes destacados de la época. El escenario de esta discusión fue Buenos Aires por ser la capital de la república y además por ser el centro de un proceso de modernización que la ponía a la altura de otras urbes acentuadas del globo.
El país vivía en una próspera economía gracias al poder de las exportaciones de las actividades agropecuarias y al compás de estas ventajas materiales se estaban dando mutaciones rápidas en la cotidianidad. El impacto de estos cambios hizo mella principalmente en Buenos Aires, y desde ese epicentro las ondas de la modernización hicieron eco hacia el interior. Pero como sucede con una gota que cae al agua; las ondas llegan a los bordes con menos fuerza. El alumbrado eléctrico, el tranvía y el ómnibus, la pavimentación de muchas calles, la aparición de torres de metal y vidrio por sobre las casitas chatas de la antigua ciudad cambiaban el horizonte geográfico e imaginario de los ciudadanos porteños de ese entonces. “La ciudad se vive a una velocidad sin precedentes y estos desplazamientos rápidos no arrojan consecuencias solamente funcionales. La experiencia de la velocidad y la experiencia de la luz modulan un nuevo elenco de imágenes y percepciones: quien tenía algo más de veinte años en 1925 podía recordar la ciudad de la vuelta del siglo y comprobar las diferencias.”[1]
Esas incongruencias con el pasado también se trazaban en la participación social y política. En 1916 asume Hipólito Yrigoyen como presidente a través del voto universal, secreto y obligatorio que rezaba la “ley Sáenz Peña” promulgada en 1912. “Respecto de la participación electoral, la masa de inmigrantes siguió sin nacionalizarse, de modo que los varones adultos que no votaban eran tantos o más que los que podrían hacerlo; esta cuestión sólo se resolvió de manera natural, con el tiempo y el fin de la inmigración.”[2]
El aluvión de inmigrantes, atraídos por el buen pasar del país, buscaban en este suelo una esperanza de futuro que quizás en su país natal no atisbaban. En este contexto Buenos Aires se vuelve según comentarios de la época en la “nueva Babel” por ser entrecruzada por varias lenguas, ideologías y costumbres traídas de diferentes rincones.
La inmigración paulatinamente hizo que la población de Buenos Aires se duplicara en menos de treinta años, haciendo poco asimilable semejante cambio. Esa masa de gente va a sufrir la amargura que se instaló entre la esperanza de un país que prometía un ascenso material rápido y la cruda realidad templada de trabajo que no llenaba las expectativas iniciales. Paralelamente “los grupos dominantes que viven el derroche de los años locos como si Buenos Aires fuera París y Mar del Plata; Montecarlo y los sectores medios que creen llegada su hora pero no atisban ninguna concreción, son ejemplos de una historia dividida en la que, marcado un origen, no puede organizarse el futuro.”[3]
Otros cambios que se produjeron en 1918 esparcieron su eco en la época: en Europa finaliza la “Gran Guerra” y en nuestro país se produce la “Reforma Universitaria”. “Ambos acontecimientos tienen, además de vastas consecuencias ideológicas y políticas, como efecto visible la aparición de los jóvenes como protagonistas de la historia. Un año antes, en 1917, la Revolución Rusa marca otro hito político-cultural en el mundo entero; a ella van a adherir los jóvenes en casi su totalidad. A su vez, en nuestro país, con el gobierno radical, se sedimentan los discursos que comienzan a circular hacia principios de siglo y que tienen como correlato la llegada de la inmigración: el de la izquierda y el del nacionalismo.”[4]
El aumento de la alfabetización y la escolarización hace que haya una cantidad de personas que formen un sustrato de público para una incipiente industria cultural. Al mismo ritmo surgen periódicos de carácter popular tanto en su precio como en su contenido caracterizado por el “...ritmo, rapidez, novedades insólitas, hechos policiales, miscelánea, secciones dedicadas al deporte, el cine , la mujer, la vida cotidiana, los niños, configuran las pautas y el formato del nuevo periodismo para sectores medios y populares.”[5]
Asimismo surgen editoriales que cumplían una función pedagógica, pero a la misma vez a hacían accesible tanto económica como intelectualmente obras literarias para un público nuevo que inmerso en “...una cultura que se democratiza desde el polo de la distribución y el consumo.”[6] “Si el aumento numérico significa un aumento correlativo del número potencial de lectores, esto es, de consumidores de diarios, revistas y colecciones de literatura popular, la modificación de las costumbres trae como consecuencia una modernización de la vida cotidiana”[7]
En este contexto la palabra adquirió un peso protagónico en una cultura letrada que se encontraba atravesada por una proliferación discursos que era imposible mensurar. Desde los políticos dentro de un ambiente electoral no fraguado hasta los escritores profesionales –otro signo de modernización: personas que hacían del escribir su oficio- tenían que dirigirse a un público que también tiene que elegir dentro de un abanico bastante extenso de proyectos culturales y sociales.
El nacionalismo va ser uno de los interlocutores de mayor peso en la cuestión del “idioma de los argentinos” por sus ramificaciones en distintas áreas como ser la política –son los conservadores que desde distintas agrupaciones e instituciones van a minar la democracia hasta su caída en 1930- y la cultura, asegurándose una postura xenófoba y anquilosada en torno a la cuestión reactiva de volver a los “verdaderas raíces de la patria”, ante el avance de las masas de inmigrantes y la corrupción del yrigoyenismo.
La postura del nacionalismo de derecha traía entre sus escamas la resonancia de postulados que empezaron a florecer en algunas publicaciones del Centenario. David Viñas consigna en cuanto a la inmigración del período que “sus iniciales motivaciones de 1880 aparentemente estéticas y de `buen gusto´ o simplemente idealistas a través de las raciales y clasistas hacia 1890, hasta llegar a las estrictamente políticas luego de 1900...Incomoda a los criollos de pura cepa las nuevas ideas, incomoda la preponderancia que el elemento obrero, extranjero o de extirpe extranjera, pero argentino de alma, toma en la vida pública.”[8]
Lo que antecede permite deducir que es una reacción de determinados sectores que encarnan a la vez la postura política del viejo régimen y que, en ese momento a nivel cultural, esgrimen el nacionalismo para arremeter contra la producción cultural de los “recién venidos” que compiten en el campo de la cultura con los otrora únicos detentores de la palabra. Así surge lo que Leopoldo Lugones, insigne representante de esta corriente autoritaria, llamó la “literatura argentina” en las conferencias que pronunciara en el teatro Odeón de Buenos Aires en 1913 sobre el “Martín Fierro”, y que luego serían recogidas y ampliadas en 1916 bajo el título del “El payador”.
Allí Lugones postula en dichos encuentros la creencia de la existencia de una literatura argentina cuya tradición nacional, era fundada por la poesía gauchesca y especialmente en el poema de José Hernández.. “Semejante desplazamiento en las valoraciones críticas del `Martín Fierro´ –que había sido ampliamente denostado por la crítica de su época- no resultaba inocente en términos políticos, puesto que esa recuperación de su sentido y de sus valores `nacionales´ iba de la mano, en el caso de Lugones, de la necesidad de exorcizar la presencia de las masas inmigrantes en la escena de la cultura local.”[9] La idea lugoniana acató “...la necesidad de afianzar una `conciencia nacional´ en momentos en los que las clases dominantes veían resquebrajarse la `argamasa´ ideológica de su poder y su dominación política.”[10]
Desde la vereda de enfrente, las masas inmigratorias también problematizaban en torno al idioma de los argentinos. Por un lado, sus hijos (argentinos ya por cierto) fueron beneficiados por la extensión de la alfabetización e ingresaron en las universidades para, que con el tiempo, su voz en distintos ámbitos (especialmente en el cultural) se hiciera oír. “El radicalismo inicial contribuyó a eso: los hijos de inmigrantes se hicieran doctores y, al mismo tiempo, olvidaron su aprendizaje entusiasta por La verbena en beneficio del conventillo.”[11]
Esta criollización traía aparejada un conflicto entre quienes sufrían las secuelas de la inmigración. Esta problemática se palpaba en los folletines y novelas que entre copias, refritados, adaptaciones y contaminaciones daba cuenta de una realidad que cambiaba rápidamente gracias a la modernización de la vida en Buenos Aires, pero así también sabía inventariar los roles de aquellos que formaban las clases populares. Por un lado se daba cuenta de la personalidad por su origen: el tano, el turco, el catalán, el gallego, el judío, etc. Y por otro lado se mostraban las dificultades de adaptación que tenían en un medio sacudido por cambios rápidos y cómo su cultura jugaba un papel importante dentro de esa mutación a nivel social y cultural que se estaba produciendo.“Nada de extraño tiene, pues, que el pivote dramatúrgico de los mayores grotescos discipolianos giren alrededor del inmigrante frustrado que se deforma escénicamente aun más , si cabe, a través de su inepcia lingüística en la discusión primordial que debate frente a su hijo rebelde: `En este país no hemos llegado a tener un lenguaje común.´”[12]

Continuará...





[1] Beatriz Sarlo, “Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930, Ed. Nueva Visón, pág 16.
[2] Luis Alberto Romero, “Breve historia Contemporánea de la Argentina”, Fondo de Cultura Económica, 1998, pág. 73.
[3] Graciela Montaldo y colaboradores, “Yrigoyen, entre Borges y Arlt”, Editorial Contrapunto, 1991. págs. 25 y 26.
[4] Idem anterior, pág. 27.
[5] Beatriz Sarlo, “Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y1930, apunte de cátedra, pág. 20.
[6] Idem anterior pág. 19.
[7] Graciela Montaldo y colaboradores, “Yrigoyen, entre Borges y Arlt”, Editorial Contrapunto, 1991. pág. 26.
[8] David Viñas,”Literatura argentina y realidad política”. 1964, pág. 360.
[9] Roberto Retamoso, “Los avatares de lo nacional”, página web http://www.bibliele.com/CILHT/Hispamer/Roberto/avatar.html; 6º párrafo.
[10] Idem anterio, 3º párrafo.
[11] Graciela Montaldo y colaboradores, “Yrigoyen, entre Borges y Arlt”, Editorial Contrapunto, 1991, pág. 17.
[12] Idem anterior, pág. 18.

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