En la entrega anterior, nos ocupamos en contextualizar la problemática de nuestro decir.
Nos atarea ahora mostrar cómo Jorge Luis Borges y Roberto Arlt contestaron y supieron, a su modo, dar respuesta al desafío de plantear la especifidad de nuestro hablar. Ambos coincidieron en responderles a discursos que circulaban en la época sobre cual era el verdadero idioma de los argentinos.
Ambos artículos pueden ser considerados enunciados por la teoría del análisis del discurso, porque cumplen con los requisitos para ser estimados como unidades del discurso. Primero, como lo postula Mijail Bajtin en “La estética de la creación verbal” “el discurso siempre está vertido en la forma del enunciado que pertenece a un sujeto discursivo determinado y no puede existir fuera de esta forma. Por más variados que sean los enunciados según su extensión, contenido, composición, todos poseen, en tanto que son unidades de la comunicación discursiva, unos rasgos estructurales comunes y, ante todo, tienen fronteras muy bien definidas.”[1] Los límites de los que habla Bajtin son los cambios de sujetos discursivos, la alternación de hablantes que traban un diálogo. Por eso el enunciado adquiere su carácter de concluso ya que “...el hablante dijo (o escribió) todo lo que en un momento dado y en condiciones determinadas quiso decir.”[2]
Segundo, otra característica de la unidad esencial del discurso es la cadena que se va generando entre las respuestas de enunciados; que se van sucediendo unos a otros expresando la postura individual del hablante y por ende su intención “...dentro de una u otra esfera de objetos y sentidos”. “Por eso cada enunciado se caracteriza ante todo por su contenido determinado referido a objetos y sentidos. La selección de los recursos lingüísticos y del género discursivo se define ante todo por el compromiso (o intención) que adopta un sujeto discursivo (o autor) dentro de cierta esfera de sentidos.”[3]
Tercero, la selección de recursos lingüísticos genera una manera individual de tratar esos temas y un plus de sentido en relación que lo hacen peculiar a la hora de generar un enunciado. Esa subjetividad se ve realizada en la expresividad que “...desde el punto emocional del hablante con respecto al contenido semántico de su propio enunciado...”[4] carga y manifiesta con determinados recursos lingüísticos que, combinados de manera muy especial, generan su estilo.
Con relación a los rasgos estructurales comunes, ambos artículos responden a discursos sobre el estado de nuestra lengua y también, al mismo tiempo, entran en la cadena de enunciados sucesivos que se eslabonan en referencia al tema. Por su cuenta, Roberto Arlt le responde al señor Monner Sans, quien planteaba en un reportaje el estado crítico del idioma. Borges emprende su artillería discursiva contra una concatenación de discursos que fundamentan; por un lado, que el idioma de los argentinos se encuentra en la forma de hablar del arrabal y; por otro, aquella tesitura de los “casticistas o españolados” que creen en un idioma cabal, que no necesita ser cambiado. En cuanto al caso de Borges, las fronteras son un poco borrosas, ya que no hay quien haya agotado su postura en los discursos que el citado autor con su argumentación refuta, pero se supone que los debe haber recogido a través de medios de comunicación de la época (como en el caso de Arlt a través de una entrevista realizada por un periódico) o en tertulias con otros intelectuales,. Lo importante es que Borges supo condensar en dos síntesis las posturas más significativas en cuanto al idioma se refiere en ese momento histórico.
Volviendo al caso de Roberto Arlt su respuesta a la postura de la decadencia de nuestro idioma la solucionó planteando los usos cotidianos como la base diacrónica de nuestra particular forma de hablar. Diacrónica porque no deja la puerta cerrada a la posibilidad de cambio en la lengua, la cultura de los pueblos cuyo motor son las ideas nuevas que se engendran en el seno de la sociedad es la que determina el horizonte del futuro y no determinados modos que intentan ser sacralizados. “Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista.”[5] En síntesis, la visión del autor de “Los siete locos” es pensar en la cultura en movimiento, ésta en un fluir constante entre los actores de la sociedad genera un juego de rompecabezas complejísimo, donde la interrelación entre los actores hace que se acomoden las piezas de manera única, para suscitar determinados cambios en la realidad, de la cual el idioma no está aislado.
Desde la visión de Borges, primero plantea que el arrabalero no puede ser idioma por ser dialecto del suburbio, muy emparentado con el lunfardo, que según su visión, es jerga de los profesionales de lo ajeno. Y si lo antedicho fuese insuficiente se despacha sobre las mínimas formas con que cuenta el dialecto del arrabal para poder significar: “El vocabulario es misérrimo: una veintena de representaciones lo informa y una viciosa turbamulta de sinónimos lo complica. Tan angosto es, que los saineteros que lo frecuentan tienen que inventarle palabras y han recurrido a la harto significativa viveza de invertir las de siempre. Esa indigencia es natural, ya que el arrabalero no es sino una decantación o divulgación del lunfardo, que es jerigonza ocultadiza de los ladrones. El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa. Imaginar que esa lengua técnica –lengua especializada en la infamia y sin palabras de intención general- puede arrinconar al castellano, es como trasoñar que el dialecto de las matemáticas o de la cerrajería puede ascender a único idioma.”[6] Borges desecha que estas maneras de expresión de popular puedan erigirse como idioma por su estrechez representacional y conceptual. Vale de decir que el autor de “El Aleph” hecha mano de los orígenes del dialecto arrabalero (“no hay quien no sienta que nuestra palabra arrabal es de carácter más económico que geográfico.”[7]) para luego caracterizarlo como “jerga gremial” de delincuentes. El arrabalero no puede acorralar al idioma, por un lado, por el hecho de que los literatos de los suburbios no se valieron para representar sus obras en ese dialecto y; por otro, porque el lunfardo no tiene una contundencia universal, sino uso entre marginales.
Segundo, su otro punto a demostrar era que la perfección del idioma español y la inútil tarea de reformarlo. Según Borges, quienes se asientan en esta hipótesis esgrimen la cantidad de palabras que contiene el diccionario de
La solución de Borges en cuanto al idioma propio la consigue en la tradición, en el legado de los que el llama “los mayores”, a saber Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría, Eduardo Wilde, entre otros. El por qué de esta elección la subraya el mismo Borges: “El tono de su escritura fue el de su voz; su boca no fue la contradicción de su mano. Fueron argentinos con dignidad: su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor. Escribieron el dialecto usual de sus días: ni recaer en españoles ni degenerar en malevos fue su apetencia.”[9] La postura planteada se sustenta en un límite muy sutil, una frontera que delimita la esencia de lo criollo, sin caer en la “tilinguería” de barrio que habla el lunfardo o el arrabalero, como tampoco atarse al español ibérico difunto por la desproporción entre representaciones y signos que abarquen a aquéllas.
[1] Mijail Bajtin, “La estética de la creación verbal”, Ed. Siglo XXI, 1999, pág. 262.
[2] Idem anterior, pág. 267.
[3] Idem anterior, pág. 274.
[4] Idem anterior, pág. 275.
[5] Roberto Arlt, “El idioma de los argentinos” en “Aguafuertes porteñas”; Ed. Losada, 2002, pág. 142-143.
[6] Jorge Luis Borges, “El idioma de los argentinos” en selección de apuntes de la cátedra de Periodismo y literatura, Universidad Nacional de Rosario, pág. 138.
[7] Idem anterior, pág. 137.
[8] Idem anterior, pág. 142.
[9] Idem anterior, pág. 145.
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